j.p. medina; escritor

Luciérnagas

cuento

Fotografía de Robert Ritchie

J.P. Medina

Miranda recordaba aquel objeto como el artilugio escolar más fantástico jamás creado por la mano del hombre. Como la navaja suiza de las tareas para después de clase o un botiquín de primeros auxilios contra la monotonía de las hojas en blanco de los cuadernos en su mochila. Era, para Miranda, así de necesario y fenomenal aquel cachivache. ​

  Sin embargo, lo que Miranda no recordaba en ese momento, entre otras cosas que merecían más urgencia, era donde había dejado aquel objeto y cuándo fue la última vez que lo había visto (¿todavía cargaba con este cuando terminó la preparatoria?). No recordaba siquiera si se había descompuesto en algún punto o si se le había perdido; si lo había tirado o si, tal vez, alguna de sus compañeras de escuela se la había pedido prestado sin devolverlo. Nada de todo esto le sonaba familiar.

​  De repente, una idea la fulmina de golpe. Miranda, de pie frente a la cafetera y con el calendario colgando a sus espaldas, decide darse darse un gusto propio, para variar. Un viaje rápido a la papelería, a dos cuadras de ahí, sólo mientras termina de llenarse la jarra del café. ​

  Y aunque todavía es muy temprano por la mañana (los rayos del sol muy a duras penas atraviesan las hojas de un árbol de limón que ella plantó en el jardín el verano pasado) Miranda piensa que ya ha pasado mucho desde que madrugó de esta manera y está de acuerdo en que le sentaría muy bien dar un paseo matinal con tremendo buen clima. Porque, regularmente, el mundo no existe antes de las once de la mañana. El mundo, para Miranda, se construye poco a poco en ese corto lapso de tiempo entre estirarse por debajo de las sábanas, mirar su celular y colocarse algunas gotas de manzanilla sobre los ojos. Antes de eso (digamos las nueve, digamos las ocho como en este caso) solo hay una completa ausencia del todo o una total ocupación por parte de la nada. ​

  Miranda, por completo realizada por la faena, toma las llaves del plato de porcelana que tiene junto a la televisión, se lleva el monedero al bolsillo de la chamarra y sale a la calle todavía calzando las pantuflas rosadas que le regaló su madre el día de su cumpleaños. ​

  Afuera calienta un sol menguante y carente, propio de mediados de año. Siente los dorados vellos de sus brazos erizarse con el acogedor calor de la mañana e inhala todo el aire que puede. Los pulmones llenos. La piel de gallina. ​

  Sin embargo lo mejor es no acercarse a la sombra al otro lado de la calle. Ahí sopla una brisa fresca que se le mete entre las piernas desnudas y que la hace tiritar. Es el otoño tan próximo, su amenaza, que vive resagado en esos espacios oscuros. En esas pocas migajas.

​  En el asfalto reina un silencio común de los suburbios de clase media. Esa misma clase de silencio de cuando llega el viernes y del que se apropian toda clase de criaturas del alba, sobretodo las de horarios fijos. ​

  Hay que andar con cuidado a esa hora de la mañana, piensa Miranda. Hay que deslizarse entre los coches sin alterar el ecosistema y además evitar hacer movimientos bruscos o violentos. Hay que, de ser posible, guardar distancia y contemplar las formas de vida desde si así se desea. Respetar, sí, o admirar, claro, a quién va motivado al trabajo a la espera del fin de semana o a las que llevan una cría en cada mano y apresuran el paso antes de que cierren la escuela. ​

  Sólo una pequeña parte de los transeúntes le devuelve la mirada. Parecen alertas. Es la presencia de Miranda quizá la misma de un agente externo en territorio virgen e inexplorado. Pero ella sonríe, en son de paz, y para evitar una confrontación gira en una esquina perdiéndose entre un montón de casas del Infonavit. ​

  Un par de metros después llega hasta la papelería pero la encuentra todavía cerrada. Se reprocha porque, de todas formas, algo muy dentro de ella estaba segura de que era muy temprano para que los negocios abrieran y no se había hecho caso.

​  —No hay problema —se apresura a responder. ​

  No hay problema porque Miranda está en verdad inspirada y ya ha tomado una decisión. No hay problema, además, porque esa no es (ni puede ser) la única papelería en la colonia y pues como que ya le está agarrando gusto a todo esto de caminar. Se siente casi como si anduviera en búsqueda del tesoro, allá arriba y fuera de órbita; con todos estos habitantes que parecen sacados de una película de ciencia ficción. ​

  Miranda se enfila a lo desconocido convencida de que no es necesario aún volver a casa para cambiarse de ropa (¿que tanto puede tomar encontrar otra papelería?). No le preocupa el café recién hecho, podrá beber una taza grande cuando vuelva.

​  Llega así caminando hasta el bulevar y sigue a través de las palmas que crecen en el malecón, justo entre los carriles donde desfilan los coches. Un olor a manteca de cerdo y salsa le abren el apetito. Alguna señora, no muy lejos de ahí, habrá comenzado muy temprano a vender memelas y gorditas. Miranda no ha desayunado pero sabe muy bien que no puede anteponer las necesidades carnales a la misión encomendada. Cuando todo acabe, se reconforta, entonces sí.

​  Al cabo de un rato de deambular se topa con una segunda papelería, abierta esta vez, pero de la cual no tarda mucho en salir completamente decepcionada. ​

  —Ni siquiera lo buscó —piensa muy molesta Miranda—. Ni siquiera hizo el intento de revisar en los estantes o en la computadora o en cualquier otro lugar.

​  En cambio la encargada le ha dado a entender (no directamente pero Miranda sabe muy bien leer entre líneas) que actualmente ese producto es muy difícil de conseguir. Le ofreció en cambio de entre una muy variada selección de bolígrafos de colores, de punta fina y punta gruesa, con distintos mecanismos que los hacen singulares cada uno a su manera. Pero Miranda no se ha dejado impresionar. Dio las gracias, a regañadientes, y salió a la calle. ​

  Ahora no sabe muy bien que hacer. Pone a bailar el monedero dentro del bolsillo de su chamarra y piensa en la posibilidad de volver a casa. Por otro lado, y escuchando a la vocecita en su hombro izquierdo, podría ir al supermercado, ese que se encuentra al otro lado del fraccionamiento y donde hace la mayoría de sus compras, a curiosear un rato. Está casi segura de que tienen su propia sección de papelería, justo después del alimento para perro y antes de llegar a los artículos de jardinería, y no haría daño echar un vistazo. ​

  Alza la vista al cielo y piensa que, al fin y al cabo, es un excelente día. Si no lo hace hoy tendrá que hacerlo mañana o en alguna otra fecha próxima y eso le da bastante pereza. Por suerte, se dice a sus adentros, no quedan muchas tareas pendientes (aunque, en el fondo, sabe que es mentira). Gran parte de su ropa sucia ya fue ha sido lavada, no tiene demasiados trastes pendientes en el fregadero y a pesar de que aún no ha preparado su almuerzo bien no hace falta porque en la cafetería del trabajo hacen unas tortas de milanesa que no estan tan mal. Todavía podría beberse ese café, por cierto. Bien caliente y con una de esas piezas de pan dulce que guarda sobre el refrigerador. ​

  Y es que el deseo por aquel objeto ocupa su mente con cada vez más frecuencia. La posee, la hace suya. Se puede imaginar a sí misma bajando una y otra vez los botones laterales, cambiando los colores, pasando del negro al azul, del azul al rojo, del rojo al verde, del verde al morado y así consecutivamente hasta darle la vuelta completa al carrusel. Puede verse. Ahí esta ella escribiendo en cursiva su nombre con una tinta azul verdosa o una verde azulosa. Letras grandes, finas, como escarpadas directamente en el papel; con corazones rosas puestas como coronas sobre cada una de las «i».

​  Miranda está de nuevo motivada. Apresura el paso y sale disparada como un cohete. La colonia en donde vive se ve muy pequeña desde donde se encuentra ahora. Todos parecen hormigas. Deja atrás los suburbios, sus habitantes extraños y ese olor a cerdo que se le ha pegado en la ropa y que poco a poco se desprende y cae sobre el asfalto como lodo endurecido por el sol. ​

  Llega entonces hasta la avenida principal y cruza los cuatro carriles que la separan del supermercado con sumo cuidado de no ser aplastada por el transporte público. Una vez del otro lado, y desde la seguridad del polo opuesto, divisa a madres e hijos, estudiantes y laboristas, jóvenes y viejos; todos ellos corriendo para subir al autobús y tomar lugar en ese espacio tan pequeño desafiando todas las leyes de la física. ​

  Miranda deja atrás el espectáculo, pasa de largo el estacionamiento y entra al lugar. Se dirige, con paso firme, hasta la sección de papelería evitando distraerse con otras chácharas que orbitan bajo los efectos de aquel campo gravitacional. En los dos estantes que conforman la materia de interés, Miranda solo encuentra cuadernos, carpetas y hojas de colores. ¿Qué demonios es esto? También lapiceros, bolígrafos monocromáticos y correctores líquidos. Maldita sea como es posible. Gomas de robar, reglas de plástico y lapices para dibujar. Esto no puede ser, en serio no puede ser. Pero todo es cierto: no hay rastro del Santo Grial. ​

  Miranda está abrumada por el fracaso campal. Está derrotada, abatida y conquistada. Es una muñeca que ha tirado alguna niña del carrito y que nadie vuelve para reclamarla. ​

  Por un segundo se ve tentada a comprar un paquete de bolígrafos de distintos colores pero la detiene la pereza. Se ve cambiando de instrumento a cada rato a la hora de escribir y no lo puede soportar (cambiar de mano, soltar uno, tomar otro, destapar, tapar, repetir el proceso inequívoca y mecánicamente por siempre y para siempre). ​

  —Existe la posibilidad… —y es para ella una revelación divina la que viene a continuación.

​  Existe la posibilidad de encontrarlo en una de las muchas tiendas que hay repartidas en el centro. ​

  Le da un vistazo a su reloj: las nueve y media de la mañana. Si se da prisa puede ir y regresar en solo un par de horas. Tendría que descartar por completo el desayuno (y de paso también la taza de café) pero aún tendría tiempo para darse un baño y salir con calma para ir a trabajar. Sin embargo, para que este plan tuviera éxito, es necesario olvidarse de regresar a casa en ese momento para cambiarse de ropa.

​  —Se asertiva, Miranda. Pela los dientes, levántate las mangas de la camisa, frota las manos con fuerza, escupe un poco.

​  Caminar hasta el centro es un asunto delicado y el tiempo corre, Miranda lo sabe bien. No quiere tomar tampoco el camión porque cada vez que desciende de él le quedan las entrañas repartidas por ningún lado. A esta hora, además, suelen estar ocupados los vagones no solo por los acostumbrados marcianos sino también por esas bestias intergalácticas que le incomodan a sobremanera. De esas criaturas viles que la hacen sentir como visualmente abusada y físicamente despojada del espíritu de su ropa.

​  El taller de su primo, por otro lado, no queda muy lejos de donde se encuentra. Con suerte tiene la motocicleta disponible y con el tanque lleno. Es una Vespa color amarillo que su primo le permite usar en emergencias (Miranda cree firmemente que esta situación lo amerita) y que no corre mucho pero que cumple con el trabajo. ​

  Miranda ya está a medio camino cuando llega a esa conclusión. Actúa más rápido de lo que piensa las cosas. En el tiempo en que contempla las opciones y las realiza se encuentra ahora cruzando las vías del tren que separa el supermercado de la colonia vecina. Poco se da cuenta de la tierra revuelta, el lodo bajo la suela de sus pantuflas o las hojas secas de los matorrales que se han enganchado a sus bermudas. Poco se da cuenta y también poco le importa. Ahora se encuentra rodeada por perros callejeros y agentes patológicos extraños; y poco le importa también. Desde algún rincón brama la música estridente. Una voz con aguardiente, tambora y gaita la acompañan. Miranda se siente, como cada vez que va de visita a ese lugar, como un astronauta saltando entre las rocas de otro planeta.

​  Su primo la recibe aunque todavía sea muy temprano. Ella saluda, va directamente al frigobar que se esconde entre los restos de un volkswagen y saca una cerveza. La bebe de un tajo para espantar el hambre. Intercambian unas cuantas palabras para llenar los espacios en blanco. Cómo estás, cómo va el trabajo, muy bien gracias, mi mamá preguntó por ti el otro día, saludala de mi parte ¿quieres?, ¿no te quedas a desayunar?, no te preocupes voy con un poco de prisa ¿me prestas la moto?, le llenas el tanque cuando termines de usarla, está bien, gracias, cuídate, tú tambien, adiós. ​

  Toma el casco que descansa sobre el asiento, se trepa de un salto y sale disparada sin mirar por los espejos. ​

  Esa sí es forma de transportarse. Y no lo cree sólo porque disfruta mucho conducir la motocicleta, sino también por el golpe de calor que poco a poco se disipa a ochenta kilómetros por hora. Por el viento que mueve con gracia su cabello, por su reflejo en los aparadores, por las maniobras evasivas en el tráfico espacial. ​

  Cuando la situación lo amerita Miranda se detiene y pregunta en una que otra papelería que ve camino al centro por el objeto preciado, sin resultados. Le hace falta estacionarse un par de ocasiones para decidir que no volverá a parar hasta llegar a su destino. ​

  —Ya estoy acá —murmura. —¿Que más da seguirme derecho? ​

  Y aprovechando el buen humor se pone a cantar el estribillo de una canción jugando a hacer percusión con los dedos sobre el acelerador. Desde vehículos vecinos algunos civiles y capitanes de flotilla la observan por el rabillo del ojo con el semáforo en rojo. La observan maravillados, curiosos, tal vez un tanto confundidos por el espejismo: Miranda todavía en ropa de cama, con las pantuflas sucias, las bermudas empolvadas, el cabello sin peinar. Miranda canturreando entre el ruido de bocinas y los que invitan a los agentes peatonales a subirse a las funestas bestias de metal. ​

  Miranda luce despampanante así desalineada. De entre todos los conductores algunos bajan la velocidad y siguen el concierto de cerca, disimulando. Y si en algún momento uno de los hombres ha bajado el cristal de la ventana y ha carraspeado para llamar su atención ella jamás llegó a enterarse.

​  Lo ignoraría porque bien sabe que en el espacio nadie puede oírte gritar. En el espacio no hay nada cierto tampoco, ni siquiera el día o la noche. Todo el tiempo son las ocho de la mañana.

​   Buebue no contaba con una extensa biblioteca. Acaso llegó a tener en su mejor momento trece libros sobre una repisa mal construida sobre el televisor y de entre todos a Miranda sólo uno le llamaba la atención y sólo uno le pedía a Buebue que se lo leyera: «El hombre ilustrado», de Ray Bradbury. ​

  Muchos años más tarde caería en la cuenta de que aquella no era una lectura apropiada para una niña de ocho años. No porque fuera explícita (y en realidad Buebue omitía lo que debía ser omitido) pero algunos conceptos eran bastante difíciles de entender para alguien de su tierna edad. ​

  Esto, de cualquier forma, no llegó a ser un problema. A ella lo que en realidad le fascinaba eran las historias de robots, cohetes y viajes interestelares que llevaban a rincones inéditos del espacio exterior. Le gustaba ver a Buebue extender los brazos para dar cabida a lo vasto del universo, y enseguida verla juntar los dedos índice y pulgar, cerrando un ojo, para así enseñarle lo pequeños que somos en comparación. Miranda era feliz con ese libro. De entre todos, «Caleidoscopio» era sin lugar a dudas su cuento favorito. Si bien la muerte no era un concepto que comprendiera muy bien (o por lo menos esa clase de muerte); la imagen de que al caer desde el espacio, atrapado por la fuerza de la gravedad de la tierra, el astronauta se transformara en una estrella fugaz fue para ella, ante todo, deslumbrante. ​

  Buebue, por otro lado, tenía una actitud diferente para con el libro. En primer lugar no recordaba de donde diablos había salido. Estaba segura de que Ernesto no encajaba en el perfil del cosmonauta reprimido o siquiera el de fiero lector. A duras penas si leía el periódico cuando tenía que usarlo para limpiar la mierda de los perros. Tampoco recordaba si algún vecino o familiar se los había prestado o, si acaso, fue un regalo por parte de sus conocidos.

​  Y es que el resto de los libros, esos que tenía acumulando polvo en la repisa sobre el televisor, eran parte de una colección que uno podía encontrar en casi cualquier hogar mexicano: un diccionario escolar, la constitución mexicana, una biblia de sobremesa (justo en medio de todos los demás libros, para guardar equilibrio), algunos textos de la Secretaria de Educación Pública, «Pedro Páramo» o «El llano en llamas»; entre otros varios pero no diversos. ​

  Miranda piensa ahora, muerta de risa, que por un lado se encuentra ella en la difícil circunstancia de no recordar donde ha dejado el curioso bolígrafo de muchos colores; mientras que Buebue, por lo menos, siempre sabía donde buscar para encontrar las cosas, aún si no tuviera la más remota idea de cómo habían llegado ahí en primer lugar.

​  De tal manera llega Miranda al centro: espléndida y con un humor excelente. Y así, espléndida, se estaciona en doble fila, espléndida apaga el motor y se baja frente a los almacenes papeleros espléndidamente. Tantos almacenes a su alrededor. Decenas de ellos. Todos en hilera, repartidos con espléndida estratégia a ambos lados de la calle y hasta tres cuadras más adelante. ​

  Aquí no hay falla. ​

  No obstante, como más tarde aprendería (y las once y media de la mañana distan mucho de ser el final de la jornada), la suerte no estaba de su lado. Hubo muchos brazos cruzados, hombros levantados y disculpas convalecientes. No había, por lo tanto, rastro de que alguna vez ese objeto hubiera existido. ​

  —In-cre-í-ble —murmura dentro del último establecimiento. ​

  Tal vez lo ha dicho en voz alta porque un saturnino de delantal y camisa blanca se le acerca preguntando si le puede ayudar en algo. Pero Miranda no responde. Miranda desea la gloria eterna que se encuentra en hallar el tesoro por sus propios medios y sin hacer trampa.

​  Sale por lo tanto de la tienda y se siente sofocada. Camina hasta el puesto de revistas más cercano y compra con la calderilla un cigarro con sabor a menta y el periódico del día. Odia el sabor de ese tabaco y le produce jaquecas, pero lo fuma de cualquier forma porque es otro método suyo para espantar el hambre momentáneamente. ​

  Regresa a la moto, recarga su cuerpo contra ella de tal forma que la piel desnuda de sus piernas no pega contra el cuero caliente del asiento y abre el diario de par en par. No busca nada en particular, solo encuentra reconfortante observar las fotografías que acompañan los artículos y los bloques publicitarios. No tarda mucho antes de que un anuncio en particular llame su atención. No es muy grande. Ocupa un espacio muy pequeño en la parte inferior izquierda de la segunda página de la sección de Sociales. Casi podría pasar desapercibido, pero no para Miranda. No para ella porque el comercial resalta en la hoja con letras de colores sobre un fondo dividido en capas y con una mujer de sonrisa de oreja a oreja claramente satisfecha con sus compras. Ofertas de hasta el cincuenta por ciento de descuento, todo para un gran regreso a clases; garantizado el completo catálogo en existencia.

​  Garantizado, dice ahí. Ga-ran-ti-za-do. ​

  Separa por sílabas porque así le han enseñado a subrayar lo más importante en una lectura. ​

  Ga-ran-ti-za-do. Y casi le parecen perlas los dientes de la mujer en el anuncio. Perlas sumergidas bajo agua turbia y estancada.

​  Rápidamente Miranda revisa la dirección de la tienda y aunque no cuentan con domicilio en la ciudad, si que tiene sucursal en el municipio de junto, a una hora en motocicleta, más o menos. Una vez más recurre a la negociación.

​  —Pues ya estoy acá… —pero ese «acá» suena como un globo que se queda sin aire. ​

  Hace girar la muñeca para ver la hora en el reloj. Diez minutos antes de las doce del día. Si se apresura, si realmente se apresura, quizás sea capaz de ir y volver a casa. Una ducha fría en lugar de una caliente. Dos tortas en la cafetería en lugar de una. Maquillaje en el cubículo (una sombra ligera sobre los ojos, gloss rosa en los labios, delineador negro para un mejor efecto). Y apagar la cafetera. ​

  Ya está dicho.

​  Sube de un brinco a la moto y enfila al más próximo puerto espacial. A pasado mucho tiempo desde la última vez que salió de la ciudad, pero sabe muy bien el camino. Por suerte no hay mucho tráfico esa mañana, todavía no es la hora pico. En un rato comenzarán a salir los niños de la escuela y será hora de comer. Habrá prisa, mercado, smog y mucho sudor en la frente. Habrá vida, abreviando. ​

  Miranda se detiene en un alto y dirige su atención a una de las mesas de un café que dan a la calle. Para matar el tiempo del semáforo se ve metida en una de esas sillas, acompañada de amigas, totalmente ignorante de la fuerza de la costumbre. Se ve igual a esas mujeres despreocupadas que se reúnen para desayunar entre semana. Las observa, sin pretexto, por encima del casco. Se pregunta como le hacen para no verse consumidas por las labores diarias, la rutina, los compromisos. Piensa en como encuentran el tiempo y el espacio para salir y beber un café sin preguntarse antes cuanto cuesta, que tamaño tiene, si el costo incluye una rebanada de pastel o, en cambio y de casualidad, no hay algo más accesible y económico en el menú. Preguntarse si sabe bien en lugar de si me alcanza el capital. Preguntarse si de aquí a la botica o nos vamos de una vez al cine, me muero de ganas de ver la nueva película de Chris Pratt. ​

  —No, Miranda, concéntrate. En-fó-ca-te —frunce el seño, se pone el semáforo en verde, acelera y deja salir la punta de la lengua por la comisura de los labios como si fuera a atravesar el ojo de una aguja con una hebra de hilo blanco.

​  Cuando arriba a la caseta de peaje el reloj sobre este anuncia la una de la tarde. Una fila de vehículos, naves listas y dispuestas para despegar, se extiende desde el letrero «Favor de pagar con cambio exacto» hasta el lugar que ocupa Miranda en ese momento. Y todavía le queda un tramo más de viaje.

​  Miranda duda, algo no está bien. Parece más evacuación que salida de fin de semana. Podría ser viernes y podría ser quincena, claro. Pero también podría ser, además, que todos saben algo que Miranda no. ¿Iría a estallar alguna guerra de las galaxias de la que no estaba enterada? ¿Sería posible salir de ahí antes de que anochezca? ​

  —Ni hablar —musita. ​

  Ve a su derecha a través del espejo del retrovisor, encuentra un espacio vacío y aprovecha para dar la vuelta en «U». Sigue por la autopista hasta la desviación que dice, en un señalamiento de fondo verde militar: «Libre». ​

  Para Miranda el cambio de planes no le supone ningún sacrificio. Al contrario. Si bien por autopista llega uno más rápido, hay poco o nada que ver en el camino. La carretera, en cambio, ofrece siempre un poco más. Que está ligeramente descuidada, sí; nadie conserva la misma fisonomía que hace veinte años. Que además está bastante en ruinas, claro; por supuesto diría Miranda, eso no quiere decir que sea intransitable. Sólo hay que maniobrar con calma, un tanto con instinto. Hay que esquivar los baches, saltar la grava suelta, calcular bien el ángulo de la siguiente curva. ​

  Si uno logra sobrevivir a esto las vistas que ofrece el páramo son la mejor recompensa. Y así de fácil vuela la imaginación de Miranda: con cada choza aislada, con cada tramo de tierra labrada, con cada cerro en el horizonte  escondiéndose detrás de una película azul con blanco. ​

  No cuesta nada proyectarse sobre este escenario. Sin esforzarse aunque sea un poco Miranda se desprende del cuerpo que la acompaña y está ahora ahí, del otro lado, debajo del marco de la puerta de una casa a la distancia. Los perros le ladran a una motocicleta sin conductor que aparece y desaparece en segundos. Y Miranda está ahí, lejos de las guerras espaciales. Es ahora un personaje del cuento «La Autopista», ignorante de todo lo que es, fue y será allá en la capital. ​

  Junto a la ventana de la choza imaginaria crece el limonero que antes tenía en el jardín. Se ve más grande, más frondoso y mucho más saludable. Ahora tiene espacio para extender sus raices. En poco tiempo podría llenar hasta dos o tres canastos de mimbre con los limones que crecen de sus ramas, los suficientes como para vender a un lado de la carretera.

​  Del otro lado de la casa Miranda tiene una mesa y una silla de plástico con la leyenda de «Corona» sobre la superficie que a duras penas se puede leer. Está ahí, del otro lado de la casa, rectifica ella, para ver al campo, los montes, el cielo abierto de par en par. Hay agua de jamaica bien fría en una jarra de vidrio sobre la mesa, con harta azúcar. Una sombrilla para cubrirse del sol de primavera. «Tears of fears» cantando «Everybody wants to rule the world» a tope en el reproductor de cassette. La sensación del pasto entre los dedos desnudos de los pies. ​

  Además tiene una casita para el perro ¡Claro! Y un gato dormitando en la orilla de la ventana. Más allá un corral cercando el gallinero y para tener siempre huevos de desayuno. Huevos al gusto, que es lo verdaderamente importante (para Miranda es más un reto que un adjetivo calificativo). Huevos estrellados, revueltos, cocidos. Huevo en omelet con champiñones, tortillas españolas, huevos tibios. ¡Que facilidad y buena voluntad tiene el huevo con otros ingredientes! A la mexicana, a la poblana, a la ranchera. Ahogados, mutilados, en chilaquiles o divorciados. ​

  Y Miranda está segura que también podría hacerlos con chorizo, salchicha o tocino, pero para eso necesitaría de algunos cerdos o algunas vacas; y darles muerte poco tiempo después de ponerles nombre por un simple capricho culinario no sería agradable. No, mejor no. ​

  Mejor un escritorio en la habitación del fondo, la que tiene la ventana que da a la cosecha. Un tocador con un espejo enorme, macetas con geranios, lilis y claveles. Una libreta de pasta gruesa y en el cajón superior un montón de lapices, plumones, borradores, sacapuntas y, claro, el objeto deseado, la manzana de la discordia, el arca de la alianza: el bolígrafo mágico ¡El bolígrafo! ¡Ese maldito bolígrafo! ​

  Y en ese instante la fantasía se muere y Miranda vuelve a la carretera como si la hubieran expulsado del asiento por la turbulencia y se arrastrara de regreso gracias a que estaba firmemente amarrada a un cable de seguridad. ​

  A veces Miranda se dejaba caer entre el pasto y los montones de tierra que se encontraban en el patio trasero de la casa de Buebue. Lo hacía sin importarle que su mamá pudiera reñirle si llegaba a darse cuenta (y, si esto llegaba a pasar, la levantaba de un tirón sujetando su brazo y le sacudía el vestido con la mano muy pesada, lo que hacía daño y quitaba el polvo, todo de una vez).

​  A pesar del riesgo Miranda se echaba en la hierba, con los brazos por detrás de la cabeza, y pasaba las horas contemplando la forma en la que el cielo cambiaba de colores antes de anochecer. Lo hacía porque le gustaba ver las estrellas floreciendo en el manto nocturno como si fuesen botones de flor en primavera. ​

  Buebue le hacía compañía algunas veces sin decir nada a su madre al día siguiente. Eran sólo las dos, en medio de la confabulación, haciendo reservas con murmullos, cuchicheo o risas discretas; porque no había en el mundo personas que fueran tan cercanas como ellas dos. ​

  Por este motivo Buebue sabía donde encontrar siempre a Miranda cuando la visitaba y Miranda sabía siempre donde encontrar a Buebue cuando más la requería. La anciana, al anochecer, sacaba un banquillo de madera del interior de la casa y lo colocaba a una distancia prudente de Miranda para hacerle compañía sin cansarse demasiado. A veces sacaba con ella una bolsa de frijoles y un recipiente de plástico y a la luz de la luna llena se ponía a limpiar las legumbres retirando las piedras que se hubiesen mezclado con el producto. A veces también tejía o remendaba una falda que Miranda hubiera rasgado con unas ramas al estar jugando cerca del río. Y a veces, también, se quedaba dormida escuchando el dulce ronroneo de uno de sus gatos que descansaba hecho un ovillo sobre su regazo. ​

  Las noches de verano eran, de entre todas, las mejores para estar tirada así a la intemperie. No sólo porque refrescaba un poco después del calor sulfuroso de la tarde, sino porque era además la temporada cuando aparecían las luciérnagas sobre los hierbajos secos, ya dorados por el sol. No sucedía a diario, por supuesto, sólo cuando la humedad se prensaba de la tierra, de los surcos o del musgo que se extendía como epidemia sobre las rocas lisas que hacían de muro en el jardín.

​  Los insectos se elevaban poco a poco, sin prisa, y se ponían a bailar con las luces traseras en intermitente, formando además figuras y constelaciones con su vuelo. Los bichitos se elevaban siempre cada vez más alto, siempre cada vez más lejos, hasta que se quedaban plasmadas sobre el firmamento donde, decía Buebue, seguirían brillando por miles de millones de años más hasta el final de los tiempos. ​

  Era esa época la cúspide de los años dorados de Miranda. Sólo ella con el pasto picando sus morenas piernas infantiles y abrazada por un viento fresco que peinaba la copa de los árboles cercanos. Sólo ella con los ojos abiertos, con los ojos cerrados; grabando con fuego las luces salpicadas en el cielo. Las mismas que se apareaban y engendraban y alcanzaban la inmortalidad. ​

  Sólo ella y Buebue respirando tan despacio que parecían fundirse con la brisa de verano. Envueltas en extrañas fantasías de subir a una nave y despegar; con la tropósfera, estratósfera y la mesósfera muy atrás, en ese azul turquesa que hace curva sobre el manto terrestre. ​

  Buscando acercarse a las estrellas para tomar una luciérnaga en las manos y acercarla hasta su pecho. ​

  Aterrizar no supone para Miranda ningún problema en particular pero debe ir con cuidado. Sabe muy bien que se aproxima el fin de semana y en poco tiempo aquella estación espacial estará a rebosar de turistas, piratas, mercenarios y fiesta de viernes por la tarde.

​  El viaje ha tomado un poco más de lo esperado. Descarta al final asuntos importantes como darse un baño al volver a casa. Al final sólo habrá tiempo para cambiarse de ropa, meter la cartera y el celular a la bolsa y salir corriendo a esperar el camión de la empresa a la esquina de siempre. Como si nada hubiera pasado. Podrá enjuagarse la cara en los baños del trabajo, si quiere; y una liga en el cabello hará el resto. Eso es lo de menos. ​

  Retira del bolsillo la hoja del periódico con el anuncio comercial y se dispone a buscar el domicilio. Le sabe aquello a descifrar un mapa codificado que esconde el camino a la riqueza, a la fama o al misterio: ciudades perdidas en planetas hostiles. Está como si fuera arqueóloga intergaláctica (y con ese pensamiento en la cabeza se levanta la blusa por la parte del cuello y se seca el sudor del mentón).

​  Al cabo de un rato de zigzaguear por las estrechas calles Miranda da con el lugar y sus ojos se iluminan. Un edificio de tres plantas y puertas automáticas se levanta frente a ella. ​

  Mientras cruza el umbral llega a la conclusión de que hay algo en las papelerías que le gusta bastante. El olor a hojas de papel, el plástico nuevo de las mochilas y el hecho de que cada instrumento en exhibición alimentan su creatividad. Al pasar por los pasillos, por ejemplo, no deja de pensar en los dibujos que podría trazar sobre el cuaderno de aquel estante; o lo bien que se verían esas calcomanías de «Hello Kitty» en el refrigerador de la cocina; o que un pizarrón resultaría útil para colgar cerca de la puerta y así no olvidar ningún pendiente. ​

  El gusto, sin embargo, le dura muy poco. Da de tres a cuatro vueltas al almacén, minuciosamente, pero no hay siquiera una pista del objeto. Ni una sola huella, ni testimonio, ni siquiera un pequeño rastro de sangre que diera a su captura (ahora era detective galáctica, pero eso también pasaría de moda muy pronto). ​

  Sube a la moto pero no hace girar la llave en el switch. Tan sólo coloca las extremidades sobre el manillar y se queda congelada frente al tablero. La cabeza le duele, los pies igual. Incluso el murmullo de la gente a su alrededor parece taladrar su cráneo de adentro hacia afuera con el taconeo y el griterío. Le duelen además los dedos de la mano derecha, justo ahí donde pudiera sujetar el bolígrafo mágico. Le duele que se acerca peligrosamente la hora de ir a trabajar y no ha desayunado, ni almorzado; y el cigarro de mentol solo le ha alborotado las entrañas. ​

  El calor en su cenit ya no está tan agradable. ​

  Miranda, convertida en una niña que ha perdido un partido de futbol frente a los padres de familia, enciende la motocicleta y se dirige así hasta la avenida principal que conecta con la carretera. Es hora de volver a casa. Va despacio, en marcha fúnebre, sin prisa, sin ganas y con el corazón debajo de una prensa hidráulica. Alguien detrás de ella toca el claxon cuando la luz pasa a verde. No responde a la amenaza. Por Miranda se pueden ir todos al diablo. Tiene un escozor insoportable en brazos y piernas y todo es culpa del sol.

​  Mientras va por la carretera no puede evitar notar un enorme y muy estúpido espectacular que se levanta a la orilla del camino. El estúpido ardid publicitario anuncia la estúpida cadena de papelerías que recientemente ha visitado, e invita a todo el mundo a cualquiera de sus miles de estúpidas sucursales que tienen repartidas a lo largo del país. Justo en medio del encuadre una estúpida actriz de telenovelas sonríe estúpidamente con sus estúpidos dientes blancos y su estúpido rostro retocado. ​

  —¿La papelería más grande del país? ¡Pues vete a la chingada! ¡En tu vida te has parado en una, seguramente! —gruñe, gime, se ahoga con la bilis que le hierve en la garganta—. ¿Pero sabes que? — Miranda frena en seco y hace chillar las llantas sobre el asfalto—. No, a la mierda con esto, no. ​

  Esta rabiosa. ​

  Pero ya verá, ya verá. ​

  Miranda acelera de golpe y toma la primera salida al centro del sistema solar con un sólo propósito: escupir a la modelo (a la verdadera) justo en medio de la frente, entre ceja y ceja. ​

  Miranda cruza a toda velocidad y se difumina. Es más rayo que trueno, más furia que ruido. La gente que la ve pasar por carretera diría más tarde, a familiares y amigos a la hora de comer, que nunca habían visto a una vespa correr tan rápido. ​

  Frente a ella el camino es sólo un surco infinito donde parece que se ha arrastrado una serpiente inmesa, descomunal y endemoniada. Ve el horizonte como algo impalpable y ajeno y que nunca se acerca a sus manos, como si la moto corriera sobre una enorme banda elástica que trabaja en sentido contrario. Y todo esto la hace rabiar más. ​

  No obstante, algo en ese salto al hiperespacio comienza a afectar sus sentidos de una manera que no tenía previsto. Hay algo oculto en ese mundo extraño, foráneo, rural y alienígena que le oprime las entrañas, le roba el aliento y rompe con su centro de gravedad. Siente pesadez con cada kilómetro que deja atrás. Le cuesta respirar, le sudan las manos y, poco a poco, las lineas entrecortadas de la carretera pierden sentido y se le llena la boca de náusea y los ojos de desorientación. ​

  —¿Qué estás haciendo? —le pregunta la vocecilla de su hombro a duras penas. ​

  Pero, contrario a lo que podría esperar de la cuestión, Miranda no se detiene. No porque no quiera, es que en realidad ha perdido la noción de cómo se hace. Está petrificada sobre su asiento, frente al tablero, y ningún dedo de sus manos le responde.

​  Miranda desea que un auto se interponga en su camino. No es el suicidio lo que la impulsa, es ese lapsus nervioso que se siente tan fuerte dentro de su ser que la hace pensar que sólo una gran fuerza contraria podría detenerla. Un cuerpo denso con una masa superior. Si no un coche tal vez un asteroide a toda velocidad que se dirige a la tierra para una extinción completa. ​

  Apenas puede distinguir los señalamientos sobre la angostura de su visión periférica. Va a tal exceso de velocidad que hasta parecen dibujos hechos con gis después de una tormenta. ¿Dónde está ella en ese momento? Se pregunta angustiada ¿A qué altura de la carretera se encuentra? No puede reconocer el mundo a su alrededor ¿Dónde está Miranda, oh pobrecita Miranda? Y como si la hubiera fulminado un rayo fantasmal la motocicleta pierde potencia, distancia, velocidad y movimiento. Hasta que, finalmente, se detiene por completo en algún punto de ningún lugar. ​

  Miranda se encontraba con ella cuando sufrió el primer infarto. Siendo todavía una niña no llegó a comprender, en un aspecto general, la fragilidad de la vida humana en ese momento.

​  «Pero si estaba muy bien hasta hace un minuto» le había dicho su madre al médico en el hospital. Y a Miranda esto le parecía completamente paradójico. Estar bien y de un segundo al otro no estarlo. Vivir y en el próximo instante carecer de vida. Caminar y, tras pestañear, postrarse todo el día en la cama, conectada a una bolsa de plástico que cuelga de un gancho frío. ​

  Miranda se encontraba con Buebue cuando sufrió el primer infarto. Estaba en la misma sala, sentada en el mismo sillón con ella y viendo el mismo programa de televisión en la misma pantalla. Las dos comían pepitas sin despegar los ojos y las dos tenían, más o menos, la misma cantidad de cáscaras de semilla amontonadas dentro de la envoltura vacía de unas papas fritas. ​

  Tal vez por este motivo es que Miranda creyó por mucho tiempo que la mala fortuna era producto del azar y no de la yuxtaposición de circunstancias atenuantes. Ahora es obvio que no, claro, pero durante el altercado para Miranda nada tenía que ver la edad, la alimentación, el estilo de vida o la genética; el veredicto final lo proporcionaba un «de tin marín de do pingüe». Así que, según estas inocentes estipulaciones, las mismas posibilidades tuvo ella como Buebue de caer fulminada con una mano engarrotada al pecho. ​

  Miranda recuerda las cáscaras volando sobre sus cabezas, el ruido del control remoto al caer al suelo y la voz del conductor de noticias que, imperturbable, daba el clima para el día de mañana. Y esto fue lo que más la aterró. Hasta ese momento ella creía que el mundo eran ella, su madre y su abuela. Que el tiempo se detenía para todos si algo no iba bien con ellas tres o que, sin la interacción directa, los demás eran parte de ese lienzo en blanco que preside de las once de la mañana. Sin embargo, con el segundo infarto y finalmente el tercero (ese que acabó con Buebue de una vez por todas), aprendió que las tres eran diminutas y minúsculas. ​

  El tigre impreso en la caja del cereal no paró de sonreír la mañana siguiente del deceso. Los niños en el parque jugaron futbol hasta muy entrada la noche, cómo si nada hubiera pasado. Y los personajes de los cuentos de «El hombre ilustrado» encontraron el mismo destino que cuando Buebue relataba sus historias. Tal vez con una o dos omisiones de por medio. ​

  Las tres mujeres eran diminutas y minúsculas. Típicas, como cada una de las estrellas allá arriba en el cielo de la noche o como cada una de las luciérnagas que no son tan importantes como ella también pensaba. Sólo las luces que producen son medianamente interesantes. Una singularidad entre lo vulgar y lo corriente. ​

  Miranda recordaría nada más dos cosas de sus visitas al hospital: las horribles lozas azules que cubrían el suelo y la noche en la que falleció Buebue. Era joven para entender la gravedad del asunto pero de igual forma había algo en la habitación de su abuela que le apretaba el pecho sin misericordia. Algo sobrenatural.

​  Prefería quedarse en la sala de espera, cerca de la máquina expendedora de café, que acercarse al cuarto o a su madre, quién parecía que en cualquier momento iba a perder el conocimiento (contemplaba la puerta con una fijación obsesa y enfermiza). Entonces, sin previo aviso, la mujer llamaba a Miranda entre berridos desgarradores que no lograba entender, o le hacía un gesto con la mano para que se acercara, o la buscaba con la mirada pero sin la fuerza suficiente para mantenerla levantada.

​  Miranda igual se aproximaba y entre más lo hacía, más tenía la sensación de que le estrujaban las tripas. Cada vez con más presión y cada vez con más violencia. ​

  Y en un momento estaba Buebue y al otro no. Nada. Cero.

​  Cuando por fin despierta del trance Miranda se ve varada fuera del camino con los dos pies fuera de la motocicleta y con las pantuflas empotradas sobre la grava suelta. No tiene ninguna intención de observar el reloj, pero supone que son pasadas las cuatro de la tarde por la posición del sol, las sombras tan largas y el calor menguante. Bien se puede olvidar de ir a trabajar porque además lleva el tanque completamente vacío y no hay ninguna estación de servicio cerca. Miranda comprende que no hay más opción que caminar a través de ese páramo inhóspito sin coordenadas o baliza de emergencia.

​  La cabeza se ha enfriado, no quiere ir en realidad a la capital. Pero, además, no quiere tampoco volver a casa. No ahora con la humillación tan fresca y la derrota tan dentro. ​

  Tararea sin ánimo sólo por distraerse. La motocicleta tiende a resbalarse de sus manos mientras la remolca, pero aún conserva la fuerza suficiente para mantenerla en pie. ​

  Al cabo de un rato llega hasta una gasolinera y aparca frente a un siete por veinticuatro. Pide en caja la llave del baño y al volver compra una cajetilla de cigarros Pall Mall, un croissant de jamón con queso y una cerveza Indio para aplacar el hambre. El chico del mostrador tiene dificultad para pasar los productos sobre el lector puesto que Miranda se dibuja hermosa y a la vez extraña al otro lado de la banda. Tiene un encanto de ausencia y estar presente. Lleva al mismo tiempo la chamarra, la blusa ligera, las bermudas del pijama y las pantuflas que van soltando una nube de polvo con cada paso que da.

​  Miranda, a falta de interés en general, no se entera de nada. Mira su reflejo en el cristal del escaparate y a través de los carteles promocionales que encuadran su figura. Una mujer de cabello negro del que cae un mechón rojo se pasea por los pasillos sin decidirse por algo. Muy pronto también se irá. ​

  Miranda mete las manos dentro de los bolsillos de la chamarra y entrega la calderilla cuando escucha el total de su compra.

​  —¿Una bolsa? —le ofrece el joven empleado, pero Miranda lo rechaza. ​

  Toma enseguida las cosas y sale a comer su almuerzo en la banqueta del estacionamiento. El croissant está frío y aguado, el queso demasiado suave y el jamón insípido; pero, después de toda la mañana sin probar bocado, aquello le sienta fantástico. Cuando termina y se sacude las migajas abre la cerveza sudorosa. Antes de beber se pasa la lata fría por la frente, las mejillas, el cuello y la parte superior del pecho (retirando antes la chamarra porque aquello es un desgraciado sauna) para quitarse el bochorno del cuerpo. ​

  Por último merma la cajetilla de cigarros, saca uno y empieza a fumar, dando caladas grandes y profundas. ​

  No sabe cuanto tiempo pasa hasta que comienza a refrescar, y es que sobre ella pasa una nube inmensa que hace sombra sobre todo aquel tramo de la carretera federal. Miranda la contempla con gusto. Viene a su memoria el único viaje que ha hecho en avión, hace mucho tiempo, y cómo por la ventana podía vislumbrar las nubes surcando por encima de la corteza terrestre. Muy quedas, como sombrillas gigantes. Muy lentas, como ballenas migrando. Todo en cámara lenta. ​

  Una camioneta familiar aparca en paralelo a su motocicleta. El hombre tras el volante baja después de unos minutos y entra directamente a la tienda de autoservicio. La puerta del copiloto y del asiento trasero se abren poco después y una mujer con su hija salen a estirar los brazos. La madre señala los baños y tras recibir las llaves entra con la niña siempre tomadas de las manos. ​

  A Miranda le toma nada hollar la colilla del cigarro y colocarse uno nuevo entre los labios antes de que salgan de los servicios. La mujer entra a la tienda sujetando todavía a su hija pero no pasa mucho antes de que la pequeña se escabulla y salga del establecimiento.

​  Se sienta junto a Miranda. De su mochila saca un estuche de útiles escolares y deja caer al suelo cuatro gises de color pastel bastante desgastados. Sin prestar atención a la chica que fuma a su lado se inclina sobre sus rodillas y comienza a dibujar sobre el profundo mar de brea y hormigón con trazos largos, irregulares e impredecibles. Trazos que siguen derecho, giran alrededor de la vespa, forman espirales cerca de un bache y zigzaguean para evitar el impacto con las piedras que se encuentran sueltas. Trazos que, inevitablemente, llegan hasta la punta de la pantufla rosada de Miranda. Y los ojos, como siguiendo el trazo, suben por las piernas morenas hasta el humo del tabaco que expulsa Miranda por la nariz.

​  La niña se detiene un momento en silencio. Las mejillas se le ponen coloradas, baja la mirada y por un rato no aparta los ojos del gis que tiene entre los dedos. ​

  Miranda no se inmuta. Tiene el mentón descansando sobre la palma de su mano izquierda y sigue calando el cigarro con la mano derecha. Mira las nubes, las grandes y las chicas, y se pregunta si pronto irá a llover. Ninguna se ve particularmente cargada, lo que es una suerte porque sería el colmo de los colmos.

​  La niña, que no ve peligro alguno, vuelve a su dibujo pasando el gis alrededor de Miranda, a centímetros de sus pies, subiendo la banqueta, detrás de su espalda. La tiza parece cercarla con un muro invisible. ​

  Los padres de la niña salen con las compras en las manos y llaman a la niña, sin prestar atención a la joven que fuma cerca de ella. Suben al coche y arrancan. La niña se vuelve una sola vez a buscar a Miranda en el estacionamiento.

​  Le toma un rato apagar el cigarro y ver las franjas que la circundan. La elipse, las nebulosas, ese camino de polvo de estrellas que la tiene rodeada. Le toma un momento apreciar ese trabajo cósmico. Ella en medio, justo en medio, en el centro del universo. Y nada de esta singularidad la hace en realidad especial. Ser el objeto por el cual todo lo demás gira no cambia las circunstancias actuales. Cuando se levante nada malo pasará, los trazos no irán a desaparecer aunque su único propósito sea aprisionarla. Si ella se va el gis no dejará de existir hasta que otras circunstancias y otros factores externos le afecten directamente. Tal vez la lluvia, tal vez el paso de los peatones o tal vez el empleado con su cubeta y trapeador. ​

  Miranda se levanta. Se sacude las nalgas y las piernas sin la fuerza que usaba su madre cuando era niña y se estira levantando los brazos muy arriba de su cuerpo. Con el hambre apaciguada, el alcohol dando vueltas dentro de su cabeza y el tabaco todavía consumiendo sus entrañas se siente mil veces mejor. Se acerca a su motocicleta y se la lleva hasta los dispensadores. Introduce la pistola despachadora en la hendidura del tanque, marca una cantidad en el tablero y espera. Lo ha hecho muchas veces antes. ​

  Cuando marca el número cincuenta en la pantalla del despachador detiene la carga, retira la pistola y la coloca en su lugar. Saca del monedero un billete de cincuenta (el de emergencias) y lo coloca sobre una superficie con una piedra encima que haga de pisapapeles. ​

  Vuelve a la carretera. Con el tanque de gasolina a la mitad se da cuenta de que le alcanza para ir pero no para volver. Para despegar y cruzar la vía láctea pero no para aterrizar en casa. Eso es lo de menos. Fija las coordenadas en la computadora y toma la primera salida a un viejo y conocido conjunto de estrellas tan viejas como el mismo Big Bang. ​

  Recuerda finalmente el último lugar donde lo vió. ​

  El bolígrafo había sido idea de su madre. ​

  Como Miranda no dejaba de perder sus plumas y estaba cansada de comprarle a cada rato unos nuevos pensó que sería mucho mejor comprarle un solo bolígrafo multicolor y multifuncional.

​  Eso sí, estaba advertida de antemano. Estaba advertida de que si perdía el bolígrafo no le compraría uno nuevo ni ningún otro y a ver como te las ingenias para tomar apuntes en clases. ​

  A Miranda le aterraba pensar en eso. No quería que sus notas bajaran. Si aparecían números rojos en la boleta escolar su madre la reñiría, la castigaría, le daría una tunda y la obligaría a acompañarla todos los días a comprar verduras al mercado para la merienda. Miranda odiaba ir al mercado. Olía a sangre y azúcar y las moscas se arremolinaban a su alrededor haciendo eses. Los perros que mendigaban cerca de la carnicería eran enormes y Miranda temía que de un momento a otro se lanzaran contra ella.

​  Lo peor de todo era aguardar al hombre de la pollería a que terminara de cortar en trozos al ave. Era un hombre gordo, bigotón y con el cabello revuelto que la saludaba con demasiada efusión y que a ella le daba un poco de asco porque siempre tenía la camisa sucia y el mandil apestando a algo agrio. ​

  Cuidó del bolígrafo como si la vida se le fuera en eso. No se despegaba ni un segundo de él, ni siquiera para prestarlo. Fernanda, su mejor amiga, discutió con ella muchas veces por esa misma razón. ​

  Miranda piensa ahora que la suya era una relación enfermiza la que tenía con su pluma de colores. Estaban juntas por el miedo pero poco a poco le fue tomando cariño a la desgraciada.

​  Ni siquiera era tan genial como creía. A veces una de las tintas no se atoraba con propiedad en la punta y a veces, por más colores que tuviera, solo el negro y el rojo pintaban como debía. Sin hablar además de las manchas en las manos que ensuciaban el papel y que la obligaban a repetir los deberes una vez más.

​  No obstante, y a pesar de sus defectos, amaba esa pluma. Buebue había elogiado una de las cartas que había escrito con ella y no podía ser más feliz. ​

  —¡Que hermosa carta! —decía en la respuesta—. Cuando vengas este verano tienes que prestármela ¿De acuerdo? ¡No vayas a perderla! ​

  Y a ella si, claro que si. Fernanda puede irse por un tubo por lo que a Miranda le constaba, pero a Buebue todo lo que quisiera. Que importa si se pierde en el camino. Quería a su abuela sin restricciones ni cláusulas en el contrato.

​  Entonces tomaba otra hoja de papel y se ponía a escribirle. Era una costumbre. Le escribía a Buebue siempre que tenía la oportunidad. Siempre que tenía dinero para el sobre y la estampilla. Y le escribía aventuras espaciales que las dos protagonizaban (a veces incluso con su madre entre la tripulación pues había que reconocer que tenía buenas aptitudes y una voluntad de hierro); y le dibujaba estrellas de colores sobre el margen de la hoja, y un cohete a toda velocidad, y los fuegos artificiales que salen desde la cola. ​

  Hasta que de repente ¡Fuf! Se acabó todo. Tal vez habían llegado al filo del universo sin querer, quién lo diría.

​  Miranda recordaba la choza más grande y un poco más cuidada. Entiende que han pasado cerca de quince años desde la última vez que ha pisado el recinto, pero igual ahoga un grito cuando la encuentra.  ​

  Le sorprende que siga en pie y que nadie la haya reclamado como hacen algunas personas con la propiedad abandonada. Una gruesa capa de polvo es suficiente evidencia para que Miranda sepa que a nadie le interesa. La hierba tiene una altura que cubre casi por completo las paredes del lugar. La madera está húmeda y podrida y faltan muchas de las piedras de la estructura principal. Casi como si las hubieran sacado una por una y en intervalos de tiempo exagerados para cuando había necesidad. ​

  Es natural que nadie se hubiera tomado la molestia de cuidar del edificio, piensa Miranda. La choza está levantada al final de un sendero de tierra que apenas conecta con la carretera, a kilómetros de distancia de la metrópolis y de otros ejidos vecinales. No hay teléfono, sistema de agua potable o servicios públicos más allá de los que cubren las necesidades básicas. Los abuelos eran propietarios de una pequeña parcela de tierra detrás de la rústica casa pero nada impresionante, nada ostentoso; o al menos nada por lo cual alguien buscara la compra inmediata. ​

  Es un planeta diminuto, como el del Principito. Un pedazo de tierra que flota por su cuenta y que no es parte de algún sector galáctico. Es un mundo autoexiliado que uno puede recorrer por completo en veinte minutos siempre caminando hacia el sur.

​  Miranda estaciona la motocicleta cerca de la puerta de la casa y circunda la estructura para calcular el daño. Para poner en orden los recuerdos y colocarlos donde les corresponde como si estuviera acomodando las piezas del Tetris en la pantalla del GameBoy. ​

  Si se tomara las molestias de ver su reloj se daría cuenta que son las nueve de la noche. Las farolas afuera de las casas vecinas se encienden como si hubieran echado una cerilla prendida a un montón de libros empapados de queroseno. Se encuentran a un par de kilómetros de ahí pero Miranda puede sentir el calor de los focos por encima de su piel.

​  Lo cierto es que no hace frío. La noche es ventajosa, agradable. El calor que se había postrado dentro de la tierra ahora se levanta de su tumba y le hace cosquillas en los brazos, piernas y en las mejillas. Sopla un viento tenue desde el sur, ni muy frío ni tan caliente como para cocer un huevo.

​  Miranda entra a la choza. Lo hace con calma, tomando el aire suficiente, colocando un pie enfrente del otro con sumo cuidado. Le recuerda de repente al cuento de «La ciudad» y espera que la resolución no sea la misma que la que Bradbury escribió. ​

  La sala conserva viejos muebles. Roídos y arruinados; mordisqueados por alguna criatura que sale de la comprensión humana. El olor a encierro ha tomado posesión del inmueble, cubre el piso, los muros y a formado una fina película sobre el resto de los objetos que ahí descansan y aguardan al regreso de su dueña. Tal vez por y para siempre.

​  Algunos cadáveres de libros viejos descansan en el suelo con las hojas arrancadas y dispersas. Cristales y vasos de vidrio brillan ocasionalmente con la luz que se filtra por la ventana. No huele mal, solo a encierro. Nada se ha echado a perder, nadie ha muerto en sus aposentos. Y lo que ha muerto funge de abono para que algo más pueda vivir a sus expensas. ​

  Miranda sigue su expedición y pasa por el resto de las habitaciones. Se asoma al cuarto principal, a los cuadros en el piso, las sábanas rasgadas, las fotografías sin rimel. En la cocina hay sartenes con el rostro picado de viruelas, frascos donde ha crecido un nuevo ecosistema, cáscaras de nuez, pepitas vacías, el espectro del infarto que está hambriento. ​

  Barre completamente el interior de la choza con la mirada. Levanta rocas, acomoda objetos y organiza con mucho cuidado para no alterar a los microorganismos alienígenas y artificiales que viven dentro de la morada. ​

  Pero del bolígrafo ni sus luces. Y está segura de que lo ha dejado ahí, puede saborearlo, puede sentirlo entre los dedos, como si se lo hubieran arrancado de un tajo en su momento y fuera ahora un miembro fantasma. ​

  Sale por la puerta trasera, aquella de la cocina, y ve el árbol sin hojas en el fondo a través de la ventana. Justo ahí, en su periferia, es donde le gustaba acostarse, tenderse por completo como la ropa de domingo que su madre le ponía en la cama para ir a misa; y ver inmediatamente al cielo. Dejarse consumir por el cielo. Sumergirse, nadar a contra corriente, abrir los ojos en la grandeza del espacio.

​  Caminar hasta ese punto le supone a Miranda la cúspide de su aventura. La mata de hierba sube más allá de su cabeza y las ramas, sobretodo las que estan secas y torcidas, arañan la piel de sus piernas y brazos conforme sigue el derrotero efímero. No llegan a rasgar su piel. No llegan a hacerla sangrar, ni a herirla profundamente. Sin embargo, Miranda tiene la súbita sensación de que se le cierra el estómago mientras más cerca está de la sombra del árbol. Es la misma sensación que tuvo de niña cuando se acercaba a la habitación en el hospital. Centímetro a centímetro. Una mano que se abre paso a través de una hendidura en el pecho, que toma entre sus dedos el corazón y lo apretuja lentamente. Mortalmente. Hasta hacerla desfallecer. ​

  Miranda cierra los ojos, quizás encuentre la calma ahí adentro. Escucha con atención la dulce melodía de los grillos y se vale de aquel concierto para respirar profundamente. A cuatro tiempos inhalar, a cuatro tiempos exhalar. Mierda, como se le antoja un cigarro en ese momento. Como se le antoja quemar todos los hierbajos con una cerilla encendida, arrojada y perdida como una bala al cielo en la feria del pueblo. ​

  Se reconforta pensando que, de llegar a su destino, se gratificará con un tabaco. Igual a una extraña recompensa autoconclusiva. Entonces da pasos grandes, lejanos, brincando un poco de un punto al otro como si la gravedad de ese planeta fuera casi nula. Si salta realmente alto entre el pastizal, se imagina que no va a caer y en su lugar seguirá ascendiendo hasta perderse en la nada. La tierra pequeñita, diminuta. La tierra en un grano de arena. El grano atorado entre las uñas. ​

  La silla de madera que descansa cerca del tronco le indica a Miranda que ha pasado con éxito aquella selva. Mas temprano que tarde se pone a revolver el pasto, a levantar algunos ladrillos viejos y a retirar las ramas mas gruesas que han caído por el tiempo en busca del bolígrafo. Arranca parte del follaje sin un orden propio, como si estuviera cavando por un tesoro en una isla sin contar con un mapa en primer lugar. Le da vueltas al árbol, patea unas piedras que encuentra en el camino y finalmente se tumba en el suelo exhausta. Nada de nada. ​

  Miranda siente como todas sus fuerzas la han abandonado. Reposa sobre el césped igual a una marioneta al que le han cortado las cuerdas. Sin pensarlo demasiado saca la caja de cigarros del bolsillo, merma el tabaco y se pone uno entre los dientes. Deja pasar unos minutos el cigarro sin encender. Lo pasea entre los labios, recupera el aliento, cierra los ojos una vez más. ​

  Al abrirlos se da cuenta de que la punta del cigarro despide una luz débil y amarillenta. No recuerda haberlo encendido. Sin moverse mucho pasa a tientas las manos sobre los bolsillos junto a sus caderas y nota que los cerillos siguen abultados en el lado izquierdo de su ropa. Enfoca el periscopio una vez más en el extremo opuesto del papel arroz y cae en la sorpresa de que una luciérnaga se ha posado tranquilamente a descansar sobre la punta. A encenderle el pitillo cual perfecto caballero. ​

  Se retira el objeto de los labios con el diminuto insecto todavía reposando cerca del borde y contempla al animal a una distancia prudente. Ahora que se ha despabilado, Miranda reconoce el fulgor de otras luces que surcan a su alrededor y que parpadean como luces de navidad en la ventana de una casa de suburbio.

​  —Temporada de luciérnagas, querida —murmura ella en un delgado hilo rojo que se le desprende de la boca. Casi como si no lo hubiera dicho ella sino alguien más. Igual a si la hubiera poseído el espíritu compasivo de otra persona pues la voz es melodiosa, cálida y reconfortante. ​

  Poco a poco el pastizal se llena de una lumbrera incontrolable. Poco a poco se encienden las puntas doradas del alto pasto como si fueran las velas de un templo sintoísta a la vereda de ningún lugar en el espacio. La luciérnaga que yace en el cigarro levanta el vuelo y Miranda aprovecha para consumirlo, para sahumarse los pulmones con el humo blanquecino de la nicotina. Sentada, con las manos alrededor de sus piernas flexionadas, Miranda observa el cielo y a los insectos que sobrevuelan su cabeza y juega con la impresión de mezclar uno con el otro. De no poder distinguir más cual es luciérnaga y cual es estrella. Está, en ese momento, sentada en el asiento del capitán, con las manos lejos de la consola de mando, con los motores apagados y contemplando a través del cristal de la nave la existencia desmedida del universo.

​  Piensa en lo asombroso que puede llegar a ser el infinito. En lo vasto que es, lo inequívocamente colosal que es (tal vez lo más grande de todo); y en como toda esa grandeza es así mismo impalpable. Piensa que aquella inmensidad no se puede tomar entre las manos y acercarlo hasta su pecho. No hay duda de que es real, como el aire; a pesar de que no se puede ver. ​

  Al apoyarse con una mano sobre la tierra, Miranda puede sentir el frío tacto de un objeto largo, plástico y artificial enterrado a menos. De forma autómata escarba con cuidado y retira el objeto del suelo como si se retirara de la boca un diente de leche que está a punto de caer. El descubrimiento dibuja una sonrisa en sus labios y, sin decir más, introduce el bolígrafo en el bolsillo de los pantalones cortos. ​

  Miranda se tumba sobre la hierba una vez más, cierra los ojos y termina por desprenderse de la carne completamente satisfecha. La piel se convierte en cientos de luciérnagas que salen disparadas hacía el cielo, que se confunden con estrellas y quedan impresas por miles de años hasta que mueran y arrasen con todo a su alrededor. Y, sobre la hierba, allá abajo en la tierra, yace el cascarón de la ropa de noche. Yace y se mece con el viento y descansa. Finalmente descansa.



Cuento publicado originalmente en la colección «Postales del más allá» en abril del 2020.

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