j.p. medina; escritor

Somos muñecos de barro

Cuento

Foto de Aquiles Carattino en Unsplash

J.P. Medina

—Es un hervidero.

  Todos estuvieron de acuerdo. Aquello en lo que estaban metidos, a la mitad de una carretera que llevaba mucho tiempo en desuso, era un hervidero. A duras penas y cabían ahí metidos los cuatro miembros del equipo de producción si no movían demasiado las extremidades debajo del agua caliente. Los otros dos hombres, afuera del agujero y sobre el asfalto, solo reían con gran estruendo haciendo saltar la espuma de las botellas de cerveza.

  —¿Verdad que sí? Se los dijimos. Igual a echar un montón de pollos pelones en la cazuela. Pero se está a gusto ahí dentro ¿no?

  Los cuatro asintieron. El olor a azufre, como de huevos podridos, era intenso; pero se estaba bastante bien dentro del agua y bajo aquel manto estelar de las dos de la mañana. Podían sentir los músculos relajarse, como mantequilla sobre una sartén caliente. Ninguno habría podido imaginarse que existiera un lugar así a la mitad de la nada. Pero hasta allá los habían llevado, tal vez pensando que serían los últimos turistas que tuvieran la dicha de disfrutar de aquel ojo de agua sulfurante.

  Uno de los hombres fuera del agujero caminó hasta la parte trasera de la camioneta y volvió con una mochila llena de cerveza Superior. Las fue destapando y repartiendo entre todos los ahí presentes y cuando terminó fue a sentarse junto a una enorme piedra que descansaba junto a la carretera soltando un largo suspiro.

  —Si, se está bastante a gusto aquí adentro —respondió el director con los brazos descansando sobre la orilla.

  —Nuestra propia gruta de Chignahuapan o de Tolantongo. Nuestro propio balneario de Lourdes —dijo el hombre sobre la roca con otra risotada. Entonces la gracia se le fue apagando como una vela bajo un vaso de vidrio—. Lo único que tenemos y que nos queda además de nuestros muertos.

  La sonidista y el director intercambiaron una mirada. La primera, con un gesto, le hizo saber al director que había dejado encendido el micrófono que descansaba junto a ellos y seguía grabando. El director se volvió al hombre y el movimiento de su cuerpo hizo algunas olas en el breve espacio entre los miembros del equipo de producción.

  —Es gracioso. Todo lo que realmente nos importa y es nuestro está debajo de la tierra. Pero la tierra está cerca de nosotros. Podemos sentirla. Dormimos sobre ella, caminamos sobre ella, la trabajamos y encontramos el descanso eterno dentro de ella. Podrían quitarnos la iglesia, el ayuntamiento, incluso podrían quitarme la cantina. Podrían demoler todos los edificios, reducirlos a escombros, pero siempre podríamos volver a construirlos sobre la tierra. Sobre esta, nuestra tierra —soltó de repente un suspiro y eructó—. Y ahora no quedará nada. Sólo agua y más agua por encima de ella. Condenada a estar siempre húmeda y oscura sin que los rayos del sol puedan calentarla. Y sumergidos estarán también todos nuestros muertos.

  La sonidista se acomodó el tirante mojado del sostén y observó por encima de su cabeza. Sumergidos, ha dicho el hombre. Sumergida también ella dentro de esa sábana oscura y densa que fulgura aquí y allá con sus foquitos blancos. El viento que sopla desde el sur revuelve los cabellos de los matorrales y se resiente la ausencia del mundo artificial. No se ha escuchado el rugir de algún motor, sin contar el de la camioneta del cantinero, desde hace mucho tiempo. Ningún ruido mecánico desde antes de que se quitaran las ropas y se metieran en ese agujero. Desde antes de que, ligeramente intoxicados, aceptaran la invitación para ir hasta ese páramo oscuro a las afueras del pueblo. Vaya, incluso desde mucho antes de que empezaran a grabar, a manipular la luz, a cargar con micrófonos y pantallas y esos cables y extensiones que hacen parecer el equipo audiovisual como un enorme calamar gigante que extiende sus tentáculos para atrapar a sus presas.

  El ruido de la ciudad se ha quedado en la ciudad. Acá lejos, en San Hipólito, todo el mundo come y bebe y anda y trabaja en silencio porque los muertos duermen bajo la tierra y nadie quiere perturbar su sueño. Duermen desnudos, libres de cajón. Así lo cuenta el hombre sobre la roca. Descansan sin féretro para poder escuchar con claridad las siete trompetas cuando llegue la hora de la resurrección. No muy profundo para que puedan escarbar sin problemas hasta romper el velo de la superficie e ingresar así al reino de los cielos.

  —Por eso no podemos trasladarlos a otros panteones, aunque quisiéramos. No hay forma de hacerlo. Todos están enterrados sin tumba en los cerros que rodean al pueblo. Así ha sido siempre. Así es como nos protegen.

  —¿Y cuántos de ustedes hay acá enterrados?

  —Tantos como es posible contar —continúa el hombre encendiendo además un cigarrillo—. Acá descansan nuestros padres. Y los padres de estos. Y los padres de estos también. Hermanos y amigos. Alcaldes, sacerdotes, dependientes, mecánicos, choferes. Hay un montón de generaciones descansando bajo la tierra desde quién-sabe-cuando. Tal vez incluso desde antes de que se fundara el pueblo católico. No me sorprendería que estuvieran enterrados aquí algunos hijos del antiguo Tenochtitlán.

  —¿Escucharán ellos también las campanas?

  —Fuera del cajón, cualquiera podría oírlas.

  Como el proyecto no se entrega hasta dentro de un mes el grupo ha decidido separarse a la mañana siguiente. Ya tienen una gran parte del trabajo filmado por lo que quienes regresan a la ciudad tienen la laboriosa tarea de editar, musicalizar y esperar las últimas escenas que vayan a filmarse para dar por zanjado ese asunto. El director y la sonidista se han quedado a cubrir los últimos días de San Hipólito. Toman algunas fotos, graban algunos comentarios y graban algunos escenarios para esos cortes a voz en off que buscan llenar espacios vacíos en el documental.

  La vida en San Hipólito es de por sí lenta y, con los días contados, pareciera que se rehusara a morir. Las horas se precipitan con calma, con un tic que le da la vuelta completa al pueblo antes de hacer toc. Pero tampoco es que sea un gran recorrido, piensa la sonidista. Nueve casas, una tienda de víveres, una cantina, una iglesia y un ayuntamiento. Se le da la vuelta y el revés en menos de lo que canta el gallo. Lo único que queda retirado de San Hipólito está allá, siguiendo el caminito de asfalto que sube y sube por encima de una de las colinas y se detiene en ningún lugar porque nunca llegaron más fondos para terminarla. Y, en medio del asfalto, el agujero de agua caliente que burbujea contenta con bendita ignorancia.

  Por las noches, en cambio, tanto la sonidista como el director llegan a escuchar ruidos extraños alrededor de la camioneta donde duermen. Alrededor y por debajo de ellos. Como si en realidad la tierra ya estuviera sumergida y alguien hubiera cubierto ese ahora largo cuerpo de agua con polivinilo. Eso es. Igual que si estuvieran estacionados sobre una larga cama de agua que va y se agita con el movimiento en su interior. Así se siente dormir en San Hipólito estas últimas jornadas. De día hasta las moscas vuelan con desgano. Las calles a medianoche tienden a los escalofríos.

  Para cuando finalmente llega el equipo de construcción con sus camiones inmensos, el pueblo ha sido abandonado casi por completo. Los hombres que se han quedado a protestar son reducidos casi de inmediato. El director y la sonidista, muy en el fondo, ya se olían ese desarrollo de acontecimientos. Por esta razón se han escondido en un páramo superior, lejos de las miradas pétreas de los invasores, pero no tanto como para perderse de toda la acción.

  Los gritos de los hombres allá abajo son casi guturales. Entre el forcejeo, la amenaza y la subsecuente violencia física se extiende el sudor y la sangre. Luego hay llanto. Los pobladores, que han dado su mejor lucha como no se había visto en años, son trasladados a una patrulla federal a espera de que todo termine. Apenas un jirón de ropa colgando del pantalón es lo único que les queda de sus camisas.

  Cuando ese asunto está resuelto comienza el estratagema para la completa aniquilación de San Hipólito. Es por el bien de todos, insisten los ingenieros después de ver el enfrentamiento. Ayudará en el campo, proporcionará energía a las poblaciones cercanas, atraerá turistas. Ya se les ha pagado una indemnización en todo caso. Así que se reúnen con el equipo de construcción y empiezan a ladrar órdenes. No es un asunto de un momento para el otro. Tendrán que pasar semanas, sino meses, antes de que puedan redirigir el cauce hasta ese punto. Pero es de vital importancia barrer por completo con San Hipólito. Que no quede nada de él, ni siquiera el recuerdo. Así cuando todo se haya venido abajo podrán seguir adelante, al otro lado del camino, donde se encuentran los puntos de referencia para la construcción de la presa y los terraplenes.

  Una lluvia, que hasta el momento había caído tenue, ha tomado fuerza. Los chalecos de seguridad brillan de un lado al otro del pueblo mientras el séquito de trabajadores sigue en silencio la marcha. El director agradece la súbita aparición de las nubes grises y cargadas. Les permite esconderse entre la bruma y le inyecta melodrama a la película. La sonidista, por su parte, vuelve a la camioneta después de un rato y dormita. Sería de más utilidad si les hubieran permitido entrevistar a los encargados del proyecto de la presa. Pero como aquello no había sido posible (quién, en su sano juicio, permitiría que un montón de estudiantes interrogara a los responsables de este controvertido proyecto de desarrollo) lo único que podía hacer era grabar ruido de fondo. Voces obreras, golpes secos, el retumbar de esas bestias de acero transitando alrededor del pueblo como una manada de lobos rodeando a su presa. Y ya tenía suficiente con todo lo que había sucedido en el transcurso del día como para aguantar tantito más.

  Un par de horas después el director la despierta. No entiende ninguna palabra que sale de su boca pero parece alterado. Afuera llueve con fuerza, como si ya hubieran comenzado a inundar San Hipólito. Pero eso es imposible, piensa ella. No es como arreglar los baches de una calle, esto es un trabajo que toma tiempo. Entonces se da cuenta que siente otra vez el suelo moverse de un lado al otro. Y los susurros. No son parte de las voces de los matorrales y los árboles que son azotados por el fuerte viento. Es otra cosa, algo que crepita en el corazón de la manzana.

  Salen del vehículo y sólo a gritos pueden saber por dónde van. La bruma es sobrecogedora. En medio del azote de la tempestad distinguen las luces de los faros, allá abajo, que se acercan al centro del pueblo. Son los buldócer, las excavadoras y los volquetes. Rugen y pitan y resuenan mientras empiezan los trabajos. Igual a una conversación. La sonidista se pregunta si ha pasado un rato desde que han empezado las obras, pues le parece que las colinas están ligeramente más bajas, como si hubieran estado escarbando desde hace un buen rato.

  Un cúmulo de espeluznantes alaridos atraviesa el pueblo de norte a sur levantando la cortina de agua. Hay una retirada. Se sabe por los chalecos amarillos fosforescentes que vienen bajando desde las colinas superiores, levitando como si fuesen fantasmas. Alguno ha dicho que el cerro está vivo. ¿Cómo que está vivo?. Eso mismo, está vivo. Yo lo vi, inge, lo vi moverse bajo mis pies. Hay algo ahí abajo. Me pareció ver un ojo expuesto, señor. Y una raíz sin árbol que parecía extremidad, se lo juro. Pero si eso es ridículo, piensa el ingeniero.

  Hacen apuntar las luces de los faros a la elevación lodosa y tras unos instantes de silenciosa contemplación, igual a un nido de arañas que ha alcanzado su tiempo de vida útil, la colina comienza a vomitar cientos y cientos de cuerpos grises, enlodados y desnudos a los pies de San Hipólito. Sin embargo, no es la única colina que hace esto. Cada uno de los elementos que conforman el anillo de eminencias hacen lo mismo. La sonidista piensa que es como ver un castillo inflable cuando es hora de retirarlo de una fiesta infantil. Y los cuerpos, regados entre las calles como una marea mortecina, se agitan y retuercen sin emitir sonido alguno aunque abren muy grande la boca como si quisieran hacerlo.

  El director, que ha encendido la cámara, no puede creerlo. No sólo es la cantidad, también la calidad. Pareciera que no haya pasado un sólo día desde que fueron puestos bajo tierra. Ninguna hinchazón o hueso expuesto, como si aquellos que hubieran perecido en un trágico accidente hubieran sanado en el descanso eterno. En el descanso interrumpido. No hay duda alguna, piensa la sonidista, han confundido las bocinas de los camiones de carga con trompetas doradas. Trajeron consigo la urbanidad a un rincón apartado del mundo y he aquí las consecuencias.

  La batería de la cámara terminó por agotarse previo a los eventos que sucedieron a la antes mencionada apertura orquestal. No fue posible entonces grabar la huida, la rendición y la momentánea retirada del campo de batalla. Pese a esto cabe aclarar que no hubo bajas propiamente dicho. Los hombres, mujeres y niños, desnudos desde la coronilla hasta la punta de los pies, se dedicaron a deambular por el pueblo como si todavía se encontraran con vida. La cantina volvió a llenar su capacidad, mucho más que en la propia iglesia. Los infantes subieron y bajaron varias veces de los montes achatados echándose al suelo y rodando cuesta abajo. Algunos otros más se consagraron en la plaza, en círculos pequeños, en medio quizá de una conversación inconclusa.

  Los buldócer, las excavadoras y los volquetes volverían muy pronto más adelante, eso era un hecho. Terminarían por derrumbar San Hipólito hasta los cimientos y toda esa fracción de mundo desaparecería para siempre. Nunca jamás en los mapas de libros de texto gratuitos de la SEP podrían señalarlo con el dedo.

  Pero cuando los no-muertos finalmente se cansaron de la juerga, uno por uno, en fila india, subieron por la carretera inconclusa y descendieron a través del agujero a la mitad del asfalto a un lugar que no pertenece a los vivos. De nuevo a las entrañas de la tierra. Pero qué más da, con lo a gusto que se está ahí adentro.


Cuento publicado originalmente el 18 de agosto del 2021.

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